España, 1971. Es editora, traductora y autora de novelas, ensayos y poemarios. Su último libro de ensayos y ficciones es Burp. Apuntes gastronómicos (Chatos inhumanos, 2017). Es también la autora del ensayo Verano azul: unas vacaciones en el corazón de la transición (Alpha Decay, 2016), de los poemarios Malgastar (La Bella Varsovia, 2016) y Mercado común (La Bella Varsovia, 2017) y de la novela El genuino sabor (Literatura Random House, 2014). Sus textos sobre arte, cultura popular y literatura han aparecido en Cultura/s (La Vanguardia), Babelia (El País), Letras Libres, Diario de Poesía, Gatopardo, Revista de Occidente, Poetry London e Indian Quarterly. Ha traducido al castellano a Alan Sillitoe, Miranda July y Georges Perec y ha sido escritora residente en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en la Real Academia de España en Roma, en el Centro Krokodil de Belgrado, en el Civitella Ranieri Center y en la Fondazione Santa Maddalena.
Contra la biblioteca de infancia
Lo he visto y leído varias veces: cuando preguntan a un escritor o escritora nacido en la primera mitad del siglo XX por sus lecturas de infancia, sobre cómo se desarrolló su interés por la lectura que les condujo por una carretera directa y bien trazada a convertirse en escritores, en el 99% de las veces ellos mencionan en sus respuestas la biblioteca familiar con extremo cariño. De ahí proceden sus primeras lecturas de los autores canónicos, y además de los libros para niños que ellos mismos elegían –Salgari y Verne para una generación; Enid Blyton para otra– muchos descubrieron a Virginia Woolf, a Tolstoi o a Borges en ella. Los que no contaban con un patrimonio bibliográfico importante en la casa donde crecieron se encerraban a cambio en bibliotecas para leer a los clásicos, como contaba a menudo el escritor Augusto Monterroso, que pasaba tardes enteras en la Biblioteca Nacional de Guatemala leyendo sus fondos.
En lo que a mí respecta, me construí como lectora a base de ningunear por completo la biblioteca de mis padres. He aquí la paradoja: desde los ocho o nueve años quedó claro que yo era una de esas codiciadas "niñas lectoras" que devoraban libros, pero ni por asomo se me ocurrió jamás abrir uno de los ejemplares que acumulaban polvo en la biblioteca que más a mano tenía. ¿Sería por las horrendas figuritas decorativas que los custodiaban, o porque nunca vi leer a mis padres ninguno de esos libros? Creo que por ambas cosas. Lo que en casa se leían eran únicamente periódicos. Alguna biografía de reinas del pasado se veía en las baldas, a una altura que yo podía alcanzar con cierta facilidad, pero aun así ni lo intentaba. Solo de vez en cuando y por recomendación de amigos suyos, mis padres se compraban y llegaban a leer libros de los autores internacionales más vendidos de la época como Dominique Lapierre o el psiquiatra español Juan Antonio Vallejo-Nágera, que desvelaba los problemas mentales de figuras históricas como Goya o Rasputín en sus best-sellers.
Mi caso no es aislado en mi generación y contexto social; hablando recientemente con amigos de mi edad, descubro que muchos tenían también este perfil bibliográfico, típico de un hogar burgués de la época donde se nos intentaba transmitir que la cultura era algo muy importante para nuestra formación, si bien en ese mismo mensaje se colaba la opinión real de nuestros prescriptores: que la cultura, en realidad, era una cosa muy aburrida.
Por todo esto, cuando recorro ahora esa misma biblioteca, que se mantiene intacta en casa de mi madre, sigo sin poder sacar ninguno de esos libros del puesto que ocupan. Para mí son más bien los guerreros de terracota literarios de mi infancia: se contemplan como conjunto pero a nadie se le ocurriría arrancar uno de su hábitat para llevárselo a casa.
La mayoría de los autores que figuran en esos estantes oscuros tuvieron cierto renombre en los años sesenta y setenta; en cambio hoy ya nadie los lee (la escritora que soy se echa a temblar). Aquí van dos ejemplos que lo ilustran: el de Frank Slaughter, un médico y escritor súperventas estadounidense que dejó de publicarse en castellano en los años 90, y el de Giovanni Papini, escritor italiano ateo convertido al catolicismo. Parece que padeció la furia del converso, de ahí que mis padres y el ambiente cultural de los años sesenta en España considerasen adecuada la adquisición –que no la lectura– de sus libros.
Y mientras tanto, ¿qué leía yo? Todo lo que la editorial Molino de Barcelona traducía del inglés para niños y adolescentes: las colecciones de aventuras de Los cinco de Enid Blyton, y otras historias que transcurrían en internados británicos e iban destinadas a niñas: las sagas de Torres de Malory y Santa Clara. También llegaban a mis ojos muy asiduamente los cómics españoles –llamados "historietas"– publicados por editorial Bruguera, que se encontraban fácilmente en quioscos y librerías.
—Texto escrito y presentado por Mercedes Cebrián en Buenos Aires, en el marco de la REM 2018.
Notas de prensa
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Infobae, 11 de noviembre de 2018
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